Pigmalión, rey de Chipre, odiaba las mujeres y rehuía el trato con ellas. Sin embargo, algún oscuro impulso erótico ―quizá la veneración a la diosa o el temor a su furia― le hizo esculpir con sus propias manos una hermosa doncella de mármol. Como todo el mundo sabe, cayó prendido ante la belleza insuperable de su creación.
¿Será que no hubo otro artesano con su destreza? ¿O es que quiso Afrodita enderezar su comportamiento? Quizá aquella esposa de piedra traía a su mente algún recuerdo. Tal vez la imagen de una involuntaria modelo de carne y hueso perdida para siempre…
Desconocemos la historia que hay detrás. La cuestión es que Pigmalión, como decíamos, quedó prendado de su escultura. Ovidio nos cuenta que la cortejó durante meses. La abrazaba, la besaba y la agasajaba con los más refinados regalos.
“Le da besos creyendo que se los devuelve, le habla, la sujeta y cree que sus dedos se agarran en los miembros que tocan, y teme que se amoraten las carnes apretadas; unas veces le hace carantoñas, otras le lleva regalos que gustan a las jóvenes: conchas, piedras redondeadas, pequeñas aves, flores de mil colores, lirios y lágrimas de ámbar. También adorna sus miembros con vestidos. Pone gemas en sus dedos y collares en su cuello. Todo le sienta bien y desnuda no le parece menos hermosa. La coloca en un lecho teñido de conchas de Sidón, la llama compañera de lecho y, reclinándole el cuello, la coloca entre las blandas plumas como si las fuera a sentir”.

Ilustración © Esther De La Torre
Venus, conmovida, transformó el mármol en carne y presidió sus bodas. La cosa no acabó mal para el rey escultor y su fábula azuzó la imaginación de los siglos como pocas. En efecto, la idea perduró a lo largo del tiempo tomando muy distintos aspectos. La mujer mecánica que atrae irresistiblemente. El hechizo de lo artificial, de lo creado, del producto de nuestras manos y nuestra imaginación. Hadaly, la Olimpia de Hoffmann, la incorpórea Samantha que ama Joaquin Phoenix en Her…
Se dice que el pintor japonés Hishigawa Kichibei era capaz de encerrar el alma de sus modelos en cada una de sus pinturas. Un joven llamado Tokkei ardía en deseo por la muchacha que protagonizaba uno de aquellos retratos. Consiguió devolverla a la vida con un sortilegio, puesto que el espíritu de la joven moraba en el lienzo.
El mismo Bécquer confiesa en El libro de los gorriones que llegó a obsesionarse por una escultura con forma de mujer. La pieza descansaba olvidada en el rincón más apartado de un templo gótico. Nadie frecuentaba aquella iglesia, que parecía esconderse entre los callejones y recovecos de algún polvoriento barrio medieval. El poeta volvía a la misteriosa figura de piedra una y mil veces. Fuera adonde fuera en la pequeña ciudad, sus pasos siempre acababan postrándolo de nuevo ante aquella belleza desconocida…
En «El retrato oval», Poe soñó un pintor que se enamoró del retrato que le estaba haciendo a su propia mujer. La esposa real, sola y enferma, murió sin que él le dedicase ni una sola mirada. Su cerebro estaba ocupado con el retrato, que saciaba su sed de belleza. Se le oyó exclamar ante la pintura: «¡Ciertamente! ¡Esta es la Vida misma!»
El último éxito de la factoría cinematográfica Marvel es una serie llamada WandaVisión. En ella, Wanda Maximoff ―la Bruja Escarlata― incapaz de asumir la muerte de su marido ―el androide conocido como Visión―, lo devuelve a la vida, concentrando todas las energías de su magia en recrear un paraíso doméstico, artificial y efímero. El truco, por supuesto, tiene fecha de caducidad. Cuando Visión cobra consciencia de su realidad ―que no es tal― entona un «hasta luego» de ecos elegíacos: «Fui una voz sin cuerpo. Después, un cuerpo, pero no humano. Ahora soy un recuerdo hecho realidad. ¿Quién sabe qué podría ser después?»
Hay quien ha sugerido que, cuando el público llama Frankenstein a la criatura del doctor Frankenstein, no está tan equivocado como parece, pues el monstruo es de algún modo un desdoblamiento de su creador. El demonio habita en nosotros. También la belleza. A menudo ambos huéspedes se funden en uno solo y sacamos a la luz una parte de nosotros mismos a la que estamos condenados a encadenarnos. Quizá, de algún modo, en eso consista toda creación artística. Y a lo mejor por eso nos gusta tanto…