El año pasado descubrí que una de las actividades más antiguas y olvidadas entre la sociedad del primer mundo sigue viva. No, no me refiero a la empatía. Me refiero al trabajo de “celestina” o “casamentera”.
Esta fascinante profesión ha evolucionado a la sombra de nuestros smartphones y se ha reinventado. No ha quedado relegada entre aplicaciones de móvil e ingenuos que aún creen que es buena idea juntar a los amigos para que surja el amor. El mismo Will Smith de “Hitch” queda desfasado comparado con esta nueva y renovada ocupación, y hasta mi abuela queda mal en su pobre intento pasivo agresivo de casarme con una solterita de oro para que, dicho sea de paso, se me olvide la tontería de que soy homosexual. Yaya, que nos llevamos sesenta años.

© RICARDO D. PERIS
En el verano de 2016 fui contratado en Sydney por un empresario millonario australiano para gestionarle el asunto de las citas. Pasaba la mayoría de su tiempo ajetreado entre conferencias, cocaína, documentos, y abogados… Él, ser vivo y humano (una cosa más que la otra) necesitaba una mano con el tema de las relaciones. Muchos estudios certifican que tenemos menos relaciones que las personas del siglo pasado debido a problemas como la sustitución del sexo real por el porno, la ansiedad, las redes sociales o la depresión con especial influjo por falta de flujo. Entre otros muchos aprietos fueron sus jornadas de trabajo extremadamente largas y su escaso tiempo libre lo que me dio trabajo.
Después de probar con prostitutas, de someter a sus empleados, de obligarme a cantarle “la bamba” vestido de mariachi, a pesar de reiterarle que España y México no es lo mismo, se dio cuenta de que lo único que le haría feliz… era el amor de una persona libre.

© RICARDO D. PERIS

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