Si amor imposible es el que siente el soldadito de plomo por la bailarina puesta siempre en un estante inalcanzable, amor eterno es el que están obligados a profesarse las figuritas de novios, condenados a permanecer siempre unidos, cogidos del brazo.
Un amor sellado con el juramento de amarse en lo próspero y en lo adverso, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separe. Pero una unión siamesa pactada finalmente, sin haberse mirado nunca a los ojos. Quizá por eso, el accidente fortuito que haga tambalearse a la pareja precipitándola desde lo alto de la tarta nupcial y acabe decapitando a uno de los cónyuges, se podrá entender como el fin de un amor idealizado pero también como una oportunidad única para que los novios puedan mirarse a la cara por primera vez y puedan conocerse realmente. Quizá por eso, aún después de su separación, su sonrisa siempre inalterable parecerá mucho más sincera que antes.

© PABLO RUIZ.
Otra forma de amor eterno es el que iguala a las partes en derechos y deberes y les recuerda que deben respetarse y ayudarse. Un amor cívico y civilizado, que despoja al amor de su condicionante de género y permite mirarse directamente a los ojos, más allá de las apariencias, haciendo del pacto de amor un acto aparentemente social pero realmente transcendental.