El joven Crates abandonó Tebas el año 351 antes de Cristo. Tebas, la de las siete puertas (y una más, que conduce al Hades, según le había contado a Crates una esclava vieja de boca desdentada y olor a almendras amargas). El muchacho contaba entonces con diecisiete años y una posición económica más que decente.
En Atenas frecuentó la compañía de heteras y jugadores de dados durante días. Bebió vino y durmió en el suelo hasta que dilapidó la parte de la fortuna familiar que le correspondía. La tradición, años después, difundió la versión más halagadora de que donó su riqueza al abrazar la filosofía, pero no fue así. Lo cierto es que Diógenes, el cínico, lo recogió apestando a alcohol rancio y a orines en la bruma pestilente de un callejón que lindaba con el cementerio más populoso de la ciudad. El joven -de natural animoso y desenvuelto- supo hacer de la necesidad virtud y acompañó al filósofo aguantando durante semanas sus exabruptos y su talante desabrido y pendenciero. A su maestro lo llamaban «el perro» -de lo que hacía gala- y lo acusaban de loco y de haber sido monedero falso. Diógenes contestaba escupiendo a sus detractores y meándoles encima; se masturbaba en plena calle y defendía el canibalismo y el magnicidio entre ventosidades y vituperios.
Crates fue un buen discípulo del cínico. De su maestro extrajo lo fundamental en materia de filosofía, pero su educación acomodada lo hizo reacio a las palizas y a los insultos: vivió con poco, casi nada, y rechazó la riqueza y los convencionalismos con vehemencia, mas su carácter fue siempre apacible. Le abrían la puerta de todas las casas por su conversación amena y consoladora. Con el tiempo, una vez muerto el perro, llegó a tener sus propios seguidores.

Ilustración: © Esther De La Torre.
La primera vez que vio a Hiparquía paseaba con dos jóvenes por una playa de Egina. La muchacha estaba de pie, observándolos algo alejada, junto a una loma coronada de rocas negras. A Crates le pareció altiva y de una hermosura enérgica y pétrea. El quitón se le había pegado a las ingles y ella estiraba de él con dedos casi transparentes. Sus labios sonreían pálidos y desdeñosos. Tenía los ojos del color de la amatista.
No tardó en descubrir que Hiparquía era hermana de Metrocles, uno de sus acólitos menos despiertos, pero de confianza. La muchacha se unió al grupo de Crates y deambulaba con ellos empapándose de sus enseñanzas. Se quedó prendada del maestro y no hizo nada por disimularlo. Ni miradas lánguidas, ni sonrisas furtivas, ni cuchicheos. La joven se ofreció a Crates abiertamente y él la rechazó hosco y turbado. Las tentativas de ella eran hirientes como latigazos y el desdichado filósofo -ya cautivo- quiso poner a prueba la posibilidad de compaginar su modo de vida con el amor de su discípula. En una plaza abarrotada se desnudó completamente y expuso su desafío a la muchacha con estas palabras:
“Este es el novio; ésta es la hacienda. Piénsalo. No vas a ser mi compañera si no vistes los mismos hábitos”.
Hiparquía hizo su elección. Vivieron como perros y follaron en público arropados por soles tibios y halagüeños. Fueron impúdicos y libertinos. Fueron sabios. Hiparquia murió ahogada en las costas de Esmirna. Contaba poco más de cuarenta años. Cuentan que un día Alejandro le preguntó al filósofo si desearía que reconstruyera Tebas, su patria, que él mismo había devastado con sus tropas. El anciano esbozó media sonrisa: «qué más da –contestó- otro Alejandro la arrasará de nuevo». Legó a la posteridad -probablemente en contra de sus deseos- una conocida sentencia:
“La pasión del amor la borra el hambre; si no, el tiempo; y si no te valieran estos remedios, el lazo de la horca”.
Crates murió a los ochenta años.