En la literatura se miente mucho, desde luego. Miente Ulises -padre de aventureros- para sobrevivir, y miente Lázaro para comer. Mienten las damas guerreras, ataviadas con armaduras, anhelantes de entrar en batalla. Sinuosos y velados faltan a la verdad los arribistas decimonónicos y falaces son también las pobres señoronas Bovary, que engañan a sus maridos. Se miente por codicia, por desesperación, por pasión o por costumbre. Satán es embustero por naturaleza y puede que Tom Ripley también. Falsarios, embaucadores, mistificadores y maestros de la impostura abundan por doquier entre las páginas que la imaginación de los hombres nos ha legado en todos los tiempos y países.
“Si hay un caballero que ponga en duda esta historia, le multaré con un galón de aguardiente, que se tendrá que beber de un trago”. El barón de Munchausen
Hay, finalmente, quien miente por aburrimiento, porque el mundo está inevitablemente incompleto, porque la mentira es fuente de placer y satisfacción. A esta estirpe de personajes imaginativos y fantásticos le tengo una especial devoción. El más veterano de ellos fue Luciano de Samosata, famoso autor de diálogos cínicos del siglo II. En sus Relatos verídicos escribió:
“También yo, empeñándome por vanagloria en dejar algo a los venideros, para no ser el único desheredado en la libertad de contar mentiras, puesto que nada verdadero tenía que referir -porque nada digno de mención me había ocurrido-, me he dedicado a la ficción de modo mucho más descarado que los demás. Aunque en una sola cosa seré veraz: en decir que miento”.

Mentiras literarias. Ilustración: © Esther De La Torre
En el periplo que relata a continuación llega en su barco hasta la Luna. Los selenitas están en guerra con los habitantes del Sol por la colonización del Lucero del Alba. El combate se desarrolla en telas de araña; los lunares montan buitres de tres cabezas y sus adversarios monstruosos y extravagantes insectos voladores. También pasó un tiempo en el interior de una ballena y visitó la Isla de los Bienaventurados, donde los héroes muertos beben de las fuentes de la risa y el placer, y el País de los Ensueños, rodeado por una muralla iridiscente y habitado por todo tipo de seres misteriosos: unos engalanados y fascinantes; otros deformes, crueles y monstruosos. Cuentan Las mil y una noches que el califa Harún al-Raschid -el más poderoso e inmensamente rico entre los soberanos de sus días- vivía entre “sedas, piedras preciosas y muchachas con ojos de gacela”. A pesar de ello, se aburría y recorría Bagdad disfrazado de mercader o de esclavo para conocer gente y vivir extrañas aventuras. Lo acompañaban su visir Chafar y un fiero verdugo, Masrur. En sus excursiones nocturnas conoció barcos fantasmas y resolvió asesinatos.
En el mismo libro Sherezade relata en la noche número 547 que, durante el califato de Harún, un mercader rico llamado Simbad entretenía durante días a sus oyentes relatando sus fabulosos viajes. Les habló de ogros antropófagos, de ríos de ámbar y de islas de diamantes custodiadas por serpientes. Les contó cómo voló asido al ave Roc -cuyas crías comen elefantes y que con su vuelo ensombrece el sol- y que fue enterrado vivo. Si nadie dudó de la veracidad de sus relatos fue menos por credulidad o cortesía que por la avidez de escuchar otros nuevos.
En el siglo XVIII vivió Hieronymus Karl Friedrich, barón de Munchausen. Participó en varias campañas germano-rusas contra los turcos y alcanzó fama militar, llegando a obtener el grado de capitán. Cuando se retiró a su hogar en Weser fue famoso por su afabilidad, su humor y lo imaginativo de su discurso. En la versión de sus relatos que R. E. Raspe dio a la imprenta en 1785, el barón narra cómo tuvo una yegua tan veloz que, después de ser partida por la mitad por el rastrillo de una fortaleza, siguió corriendo en pos del enemigo. El barón sólo se dio cuenta de la desdichada suerte del animal cuando paró a darle de beber en un abrevadero y vio que se le salía el agua por detrás. En otra ocasión, el aguerrido militar evitó un naufragio taponando la brecha del barco con las posaderas. Se decía descendiente del bíblico David, cuya honda poseía por herencia. Con ella su padre recorrió el mundo submarino galopando sobre un caballo de mar. Entre las gestas del barón se encuentra viajar dormido varias millas sobre una bala de cañón y bajar por la boca del Etna hasta el reino de Vulcano, del que fue expulsado por flirtear con su esposa Venus. Podemos suponer que, en el interior del viejo capitán, el horror vivido en el frente se compensó de forma natural con el vuelo desenfrenado de la fábula inventada.
En los inicios de la edad contemporánea, el auge del folletín, la narración de aventuras y la novela de intriga alumbró a impostores deslumbrantes y memorables. Sherlock Holmes se disfrazaba con tal habilidad que ni el mismo Dr. Watson podía reconocerlo. Scaramouche, por su parte, de quien se dice que “nació con el don de la risa y con la sensación de que el mundo estaba loco”, se convirtió en un afamado farsante en la pluma de Rafael Sabatini. En 1905 Maurice Leblanc creó a Arsenio Lupin, gentleman cambrioleur. Ladrón refinado y héroe de la belle époque, roba por placer y adquiere tantas personalidades distintas que acaba por no saber reconocerse a sí mismo en un espejo. Su ausencia de personalidad es luciferina y fascinante.
“Arsenio Lupin, el hombre de los mil disfraces, que tan pronto aparecía como chófer, como tenor, como corredor de apuestas, como hijo de familia, como adolescente, como un anciano, como viajante de comercio marsellés, como médico ruso o como torero español (…) Trabajaba por gusto y por vocación, pero a la par por divertirse. Daba la impresión del caballero que se divierte con la obra que tiene que representar y que entre bastidores se ríe a mandíbula batiente de sus propios rasgos de ingenio y de las situaciones que él ha imaginado”.
El ser humano se define como un ser capaz de trascender su entorno inmediato. La imaginación es la herramienta que usamos para ello. Deberemos admitir quizá, por costoso que sea, que cuanto más apremiante nos resulta la realidad, más grotescos, brillantes e inclasificables son los vástagos que concibe nuestra fantasía.