¿Por qué hay algo y no nada? ¿Por qué reina el orden y no el caos? La posibilidad de la nada, del desorden, del no ser, del puro caos, ha sido siempre y sigue siendo el origen y el fundamento de toda reflexión filosófica. Si necesitamos dar un sentido a la vida es justamente porque somos conscientes de que dejaremos de existir y de que antes de nuestra concepción para nosotros no había nada. Visto de este modo, el hecho de que algo sea, y no importa en este sentido lo que sea, deviene insólito, asombroso y casi mágico. Es el misterio por excelencia, del que derivan todos los demás.
“Sentimos que aun cuando todas las posibles cuestiones científicas hayan recibido respuesta, nuestros problemas vitales todavía no se habrán rozado en lo más mínimo. Por supuesto que entonces ya no quedaría pregunta alguna; y esto es precisamente la respuesta”. (Wittgenstein, L. / Tractatus)
Desde sus orígenes, la filosofía occidental ha identificado la realidad con lo racional, con aquello que puede ser comprendido y, por eso mismo, determinado, definido y expresado a través de conceptos. Ya en el siglo VI a. C., Parménides de Elea escribió un célebre poema en el que pretendía dejar sentados al menos dos de los principios que pasarían a configurar el pensamiento occidental: que de la nada no puede surgir algo y que el ser es limitado.

NO. Ilustración: Esther De la Torre.
Centrémonos primero en el segundo principio, por si nos conduce a alguna interesante conclusión. Lo primero que uno hace cuando lo considera es preguntarse en qué podría consistir esa limitación. Sabemos que para el eleata no era una limitación espacial, porque el ser todo lo abarca; ni temporal, porque el ser no tiene origen ni fin. Solo quedaba, por tanto, que se tratara de una limitación conceptual. ¿Pero qué significa esto? Que el concepto mismo de “ser” solo es inteligible por contraposición al de “no ser”. Que ser y no ser son interdependientes. Quedaría establecido, de ese modo, que el no ser o la nada forma legítimamente parte de la realidad. O así quisieron entenderlo otros filósofos posteriores. Más aún, el no ser se convertiría en la condición misma de posibilidad de que algo sea, esto es, de que algo sea en absoluto pensable.
Antes incluso que Parménides, los pitagóricos entendieron la negación como dualidad, destacando su carácter indefinido, pero también su necesidad. Si la unidad era la esencia de cada cosa, pues actuaba determinándola y dándole una forma definida, de la dualidad dependía todo aquello que la cosa no era y determinaba al mismo tiempo a la unidad. Los pitagóricos quisieron resaltar la importancia del fondo indefinido sobre el que destaca la figura; de la oscuridad que envuelve al foco en el escenario; de la noche que sujeta las brillantes estrellas en el cielo. Se habían dado cuenta del valor de la negación, sin duda. Pero hasta el siglo XVIII nadie consiguió transmitir con tanta claridad como Kant en qué consistía ese valor.
El meticuloso profesor de Königsberg dedicó buena parte de sus esfuerzos intelectuales a establecer el límite del conocimiento científico, su negación. Se empeñó en demostrar que el entendimiento humano necesita dar forma a la realidad para poder conocerla; que tiene que organizar la información de los sentidos ubicándola en el espacio y en el tiempo, y luego debe relacionarla y clasificarla para que algo se le presente en la experiencia. ¿Pero para qué semejante empeño? Quería demostrar que lo que el ser humano conoce no es la realidad tal y como es en sí misma, sino una realidad que ha sido modificada por mí y para mí, adaptada a mis capacidades cognitivas. Esta realidad adaptada es lo que Kant denomina “fenómeno”. Por supuesto, una vez comprendido esto, uno se ve obligado a preguntarse: ¿y qué ocurre con la realidad auténtica? La respuesta es sencilla e inquietante a la vez: continúa ahí, inalcanzable para mí, incognoscible, detrás de cada objeto que se manifiesta. Si el conocimiento tiene un límite, la existencia de un “más allá” del límite resulta ineludible y su influencia, incuestionable. Esta limitación, esta negación, sirvió a Kant para asegurar la existencia de una realidad que no se dejaba atrapar por las estructuras del conocimiento, una realidad libre de condiciones que servía de garantía a la moral. Poniendo límite al saber, Kant estaba allanando el terreno a la reflexión ética sobre la voluntad.
Influido por el pensamiento kantiano y engatusado por el romanticismo, Schopenhauer acabó denostando la realidad de los fenómenos, la realidad sensible que conocemos. Ese mundo, que el llamaba la “representación”, debía rechazarse porque no era otra cosa que apariencia, sufrimiento y esclavitud. La realidad auténtica era la voluntad y negar el fenómeno pasaba a convertirse en la actitud moral por excelencia y en la única posibilidad de salvación.
Pero sin duda fue Sigmund Freud quien le extrajo todo el jugo a esa realidad incognoscible que está operando y moviendo los hilos desde la oscuridad. Se trata del famoso huésped a quien nadie ha invitado: el inconsciente. Más allá de los límites de la conciencia humana hay impulsos irracionales que tiran de nosotros en distintas direcciones. Aunque es posible hallar allí algunos principios morales, también campan a sus anchas impulsos destructivos y deseos aborrecibles. La voluntad puede ser el germen del mal.
En el fondo, el sentido siniestro de lo que no podemos comprender, el poder y la influencia que ejerce sobre nosotros, ya había sido intuido en los albores del pensamiento humano. El misterio en las religiones, la magia y la adivinación, los espíritus, las pesadillas y los terrores nocturnos, los miedos irracionales, las quimeras, los monstruos, las aberraciones antinaturales… ¿No son acaso todas estas cosas producto del temor y la atracción que nos provoca la negación absoluta, la muerte y, en definitiva, la nada?
Puede que al fin y al cabo, por extraño que parezca, Parménides se equivocara al afirmar que de la nada no puede surgir algo.